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Crónica de un día cualquiera

Una de las cosas que más me gustan —y me gustan unas cuantas—, es conducir. Por razón de mi trabajo, todas las mañanas realizo en coche un trayecto de no más de cinco kilómetros, que sin embargo me agotan durante una hora de reloj…
Y de atascos insufribles durante la travesía de Barcelona.

Estar durante una hora diaria, a solas, encerrado tras los cristales que al exterior solo vierten tu imagen, pero que sin embargo te permiten ser testigo de multitud de acontecimientos, puede ser asfixiante… A no ser que aprendas a integrarte en ese contexto cotidiano en el que te mueves y al que perteneces.

Naturalmente, un trayecto más o menos largo por la ciudad tiene, además de los embotellamientos, otras perspectivas a las cuales podemos asomarnos con una pequeña sonrisa, para empezar la jornada con optimismo.
Veamos:

El conductor que se detiene a mi derecha (obligado por el mismo semáforo que me retiene a mí), se entretiene en mirar con ansiedad su teléfono móvil, que parece haberle declarado su indiferencia más absoluta, porque no le obsequia ni con una triste llamada que llevarse a la oreja.
¡Cuánta soledad y abandono!

Por cierto que (hablando de la oreja), el conductor de mi izquierda se acuerda de que hace un rato o quizás tal vez 2 horas —¡se pierde tanto tiempo en una congestión de tráfico…,!— cuando se levantó, se afeitó, se cepilló los dientes, se lavó la cara y se perfumó…, pero no desembozó adecuadamente sus pabellones auditivos, —y hay tanto por escuchar…,— así que aprovecha la coyuntura —el semáforo, ¿recuerdan?— para, con verdadero frenesí, introducir todo lo que encuentra a mano para tal menester: un bolígrafo, una llave, el meñique…,
Todo vale para escuchar con nitidez las nimiedades del día.

Menos mal que el semáforo se ha puesto en verde y así, el del móvil y el del bolígrafo, se pueden dedicar a otra cosa mientras de paso, yo los pierdo de vista… momentáneamente. Hasta el siguiente semáforo, porque esta vecindad será obligatoria un ratito más.

Al haber hecho ya la radiografía de estos pacientes de la congestión, me despreocupo de ellos y durante la pequeña fracción de tiempo que permanece en rojo el semáforo siguiente, centro todo mi interés en el motorista que ha hecho verdaderas filigranas y demostraciones de equilibrio pasando entre los coches que apenas le dejaban paso, para, al fin, situarse el primero en la cola a la espera del ansiado verde —¿han reparado en que, por lo general, los motoristas no guardan cola como los sufridos conductores de turismos, furgonetas y camiones…?

Mi vecino motorista, ávido por llegar antes, mira con impaciencia el semáforo esperando la ansiada luz verde. Al tiempo, se relaja dando acelerones infrahumanos que me perforan los tímpanos con el exasperante sonido del motor de su máquina, que está pidiendo a gritos un silenciador o unos cuantos martillazos.
¿Dónde demonios están los controles de contaminación acústica cuando se necesitan?

Un poco más allá, otro sufrido ciudadano encuentra su deleite en buscar tesoros ocultos en sus narices. Primero en una narina, luego en la otra…, busca, busca… Y claro está, ¡encuentra!
Observa su hallazgo con aprobación, lo redondea entre sus dedos índice y pulgar, para, finalmente…, ¡puaf!
No les digo dónde acaba el hallazgo de este convecino de atascamiento, porque el semáforo se ha puesto verde —yo me estaba poniendo blanco por las náuseas— y sigo mi camino, que, afortunadamente, como es primavera, me obsequia con otras estampas también típicas de la ciudad, aunque estas sin embargo, caminan apaciblemente o con prisas por la acera, contoneando sus caderas —qué bien lo hacen…, como si hubieran estado toda su vida entrenando— y propiciando coquetas el vuelo de sus vestidos estampados, que oxigenan la ciudad con ese aire fresco que seguramente también percibió mi admirado Luis Arribas Castro, cuando dijo «la ciudad es un millón de cosas».

Que cada día se repiten. En su ciudad, igual que en la mía. Créanlo.

Con mi agradecimiento

* * *

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