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La riqueza del ser humano

Observo que estás bastante enfadada. No le doy más importancia, de momento, porque pienso que se debe a una de esas pataletas de los niños que no quieren ir al colegio.
Aún así, te sigo observando con el rabillo del ojo y entonces creo percibir un amago de tristeza, que tal vez sea de miedo.

Incapaz de no intentar hacer algo al respecto, te digo en apenas un susurro: “¡…las niñas bonitas, cuando se enfadan, se ponen muy feas…! Y espero paciente el efecto de mis palabras.
Y aunque no dices nada, la coquetería que ya empieza a germinar en ti hace que te recompongas por completo e intentes esbozar una sonrisa que no florece.

“Algo no va bien”, pienso mientras te miro, ahora más intensamente, al tiempo que lanzo un nuevo ataque a la fortaleza, más debilitada tras la derrota de la primera línea de defensa.
Pese a que sigues atrincherada, te hago llegar un gesto de confianza y una invitación a que me lo cuentes.

La tristeza, que debería estar prohibida genéticamente en los niños, se desborda en tu mirada de miel y me cuentas que no quieres ir al colegio porque un grupo de chicos te acosa cada día diciéndote cosas horribles, que eres diferente.

Sabedor de que será más fácil romper tus resistencias si me acerco a tu mente infantil, te pregunto, poniendo un gesto exagerado de sorpresa, si eres de algún lugar de Marte y te has caído de tu nave espacial…
¡¡Noooo!!, respondes al fin con una sonrisa divertida y maravillosa capaz de iluminar con su luz la noche más negra, aclarándome al tiempo que provienes de un país de Centroamérica.
“…Donde tengo que ir yo un día para comprobar si hay más flores tan lindas como tú o si por el contrario, tú eres la única!”

Vuelves a sonreír, y esa mirada tan limpia me invita a asomarme a tu interior, donde no veo más que inocencia y dolor por las cosas que te dicen y que todavía no comprendes.
Parece que al fin estás más pendiente de mí que de quienes te martirizan en el colegio y no dejo pasar la oportunidad.
“Nadie decide dónde nacer, cariño, ni de qué color ha de ser su piel…, pero si eres de la Tierra, aunque seas de ese país donde naciste, lo que yo veo en ti es una niña igual pero distinta a las demás…”

Y como supongo que te estás preguntando cómo se puede ser igual y a la vez diferente, paso la mano con ternura por tu cabecita y te digo que lo maravilloso de todo ser humano es precisamente esa característica que le convierte en un ejemplar único en su especie.

“Esos niños, han comprendido que tú eres especial y distinta a ellos, pero te ofenden porque no saben ver que esa es tu gran riqueza y porque nadie les ha enseñado a apreciar, que a veces lo distinto es precisamente lo más bonito; los grandes hombres y mujeres de la Historia, también tuvieron que pasar su etapa de incomprensión, incluso cuando eran adultos, pero fue en su infancia cuando se prepararon para dejarnos un gran recuerdo”.

Y en tu infinita inocencia, me preguntas con ilusión si yo creo que algún día tú serás también una gran mujer, a lo que contesto que “nadie sabe lo que llegarás a ser, ni lo que aportarás a este mundo tan necesitado de esperanza, pero, seas lo que seas, tú, o alguien como tú, hará posible que dentro de cientos de años, muchas personas piensen agradecidas en una mujer que supo vencer las dificultades y trabajó para conseguir un mundo mejor”.

Y remacho: “…así que, por si acaso eres tú esa gran mujer, no pierdas el tiempo escuchando a quienes sólo dicen tonterías; trabaja cada minuto por ese futuro que llegará antes de que te des cuenta, pero no te olvides de seguir siendo niña mientras puedas, porque estos días no se repetirán en el futuro”.

Tu reacción al ponerte de puntillas y estamparme un beso en la mejilla, me coge desprevenido y mientras te alejas dando saltitos, te miro y pienso que muchos adultos no han comprendido aún lo importante que es explicar a los pequeños, mientras todavía están dispuestos a escuchar, la inmensa riqueza que esconde cada ser humano y que es la verdadera causa de sus diferencias.

Con mi agradecimiento

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