Encuentro un gran placer en todas esas conversaciones que tenemos de tanto en tanto.
Tal vez no sean como aquellas célebres tertulias que se mantenían a principios del siglo pasado e incluso mucho antes en lugares como el Nuevo Café de Levante donde, desde finales del siglo XIX hasta la guerra europea, tuvieron cabida las más importantes tertulias de Madrid. Con razón decía Valle-Inclán que, «el Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que dos o tres universidades y academias».
Y no nos olvidemos del Café de Fornos, denominado a partir de 1909 como el Gran Café, que acogía la conocidísima de Vital Aza, en las madrileñas Alcalá con Peligros y que es ya sólo un recuerdo en la nostalgia de los más viejos, de los que ya por cierto quedan pocos.
De aquellos viejos, porque está claro que de los viejos de ahora hay unos cuantos, entre quienes ya deberíamos incluirnos tú y yo.
Lo de descabalgar la pierna que tenías cruzada y removerte en la silla mientras te mesas el mentón, me hace sonreír para mis adentros, al percatarme de que el comentario no te ha gustado demasiado. Te observo con atención y aprecio esa sombra velada en tu mirada que trasluce toda la impotencia que sentimos hacia lo irremediable.
– Lo bueno, pese a todo –te digo para relajar un tanto tus pensamientos– es que después de tantos años de trabajo, podremos disfrutar del descanso y de nuestros nietos en la jubilación, mientras vemos cómo pasan las horas en el reloj de oro que nos regalarán al marcharnos de la empresa y…
– “¿Un reloj de oro?” –no es la pregunta lo que me ha forzado a detenerme en lo que te contaba, sino la tormenta que de súbito se ha desatado en tus ojos y la furia que me transmites a través de tus palabras- “¿Un reloj como ese que se supone les regalaban a quienes habían dedicado toda su vida a engrasar los engranajes de la buena marcha de una empresa?”.
– Ese mismo reloj, sí. –te digo, perplejo ante la reacción airada a mi comentario, mas como creo conocerte bien, opto por el silencio mientras me dedico a observarte a la espera de que me lo expliques- ¿Acaso no es lo acostumbrado?
“¡Un reloj de oro!”, escupes entre dientes con tal desprecio, que empiezo a pensar en que tu inquietud primera ante la certeza de la cercanía de la vejez, ha pasado a un segundo y lejano plano a causa de algún recuerdo que he despertado con el dichoso reloj.
Te encierras en un mutismo hermético mientras contraes el rostro en una expresión de absoluta fiereza y yo me dispongo –una vez más- a soportar el vendaval que se avecina, fruto de la ira que te roe las entrañas y que mantiene una palpitación firme en la venilla de una de tus sienes.
– “Resulta que una entidad bancaria, el BBVA por más señas, anda en pleitos con un empleado o ex empleado suyo, qué más da, por un reloj de oro”.
– ¡No puede ser! –discrepo de tu información absolutamente convencido– ¿Cómo va a regatear el BBVA un reloj de oro a uno de sus empleados después de…
– “¡45 años de servicio!» -sueltas triunfante, como quien estampa sobre la mesa 4 ases en una partida de cartas- «¡45 años!» –repites por si no me he enterado bien- «Y al término de los cuales, le entregan un pergamino y en lugar del reloj le proponen darle una bandeja de plata grabada”.
– Pero, ¿lo dices en serio?
– “¡Y tan en serio! ¡Como que está en los periódicos…! Ahí andan de pleitos, porque si el juzgado dice que el reloj debe tener un valor de 2700 €, la entidad dice que 600 €….”
No sé de qué me sorprendo. Acaso, de un primitivo sentimiento de confianza en las personas, que a la postre, también son quienes dirigen con su esfuerzo diario potencias financieras como la que nos ocupa.
Aunque no te lo digo, me paso inmediatamente a tu bando, el de quienes se indignan ante procederes de esta naturaleza impía y de una bajeza moral sin paliativos.
Pero intento romper la tensión del momento, añadiendo algo que he leído y que está relacionado con el mismo banco.
– Seguramente, eso es porque tienen que reponer los fondos que se les van en los sueldos de vergüenza que pagan a sus altos directivos; sin ir más lejos, al presidente le han ‘congelado’ la pensión en 79 millones de euros… Pues, un poquito ahorro en el reloj de oro que no se le da al trabajador que al fin se marcha, ¡ya era hora, después de tantos años!, lo que se recauda por comisiones a los clientes que, ¿qué se habrán creído, que todo va a ser gratis? y todo lo que se pueda rebañar por intereses de hipotecas y préstamos… ¡Y ya tenemos los 79 millones!
– “¡Este es mi chico!» –percibo cierto retintín en la exclamación, que me resulta vagamente familiar- «¡Sí, señor! Así mismito es».
– Pero bueno, -no debo dejar que te veas con el triunfo en la mano o el próximo día nuestra tertulia puede ser para ti un paseo militar- la verdad es que la entidad también ha suprimido las indemnizaciones por cese de sus altos ejecutivo, con lo que también se ahorra una ‘pasta’ y el presidente renuncia a casi 94 millones a los que tendría derecho, si prescindieran injustificadamente de sus servicios.
Me detengo al contemplar ese pliegue en la comisura de tus labios, reflejo de tu abatimiento ante lo que creo es la certeza por tu parte, de que nuevamente te estoy dejando solo en tus reproches a la humanidad.
Una sacudida en mi interior, me advierte que eso no se le hace a quien, definitivamente y dejando a un lado las frivolidades, ‘tiene más razón que un santo’.
Poniendo mis manos con firmeza sobre tus hombros, te miro fijamente a los ojos y te digo que toda tu ira, toda tu desesperación, no serán capaces de cambiar uno de los motores más sólidos en la historia del hombre: la codicia.
– ¿A quién le preocupa que ese trabajador tenga o no un reloj de oro? Yo te lo diré. Le interesa a él mismo y también a nosotros. Porque más allá de lo necesario o no que pueda serle para saber la hora, se lo ha ganado en 45 años de trabajo durante los cuales ha tenido que lidiar con trabajos que no siempre estarían bien pagados (negar una hipoteca, por ejemplo, la denegara él o simplemente tuviera que asistir como testigo) mientras los que se llevaban los billetes doblados son los que ahora le niegan ese derecho adquirido.
Ahora sé que estás verdaderamente satisfecho. La venilla ya no emite pulsaciones y tu mirada transmite una franca alegría, apagada en los últimos minutos.
– Anda, dejémoslo por hoy e invítame a una cerveza. Sin alcohol, ya lo sabes. La segunda la pagaré yo. En agradecimiento a esta amistad que nos une y nos permite charlar de lo divino y de lo humano.
La sonrisa que finalmente distiende tu rostro, me hace pensar que hoy pagaré yo las cuatro cervezas. Te lo has ganado. Harían falta más almas como la tuya; tempestuosas para pregonar las injusticias, pero nobles para ser capaces de percibirlas.
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